La
laringitis profesoral
Escribe Carlos Castillo
Ríos
Reeditado por Marco
EspinozaS.
Hace poco un grupo de
amigos quería encontrar solución al problema de la universidad peruana. Ella
está, se decía, a espaldas de la realidad del país. Y, para cambiarla,
esbozaron sus ideas:
Hay que adoptar un modelo
de universidad adaptado al Perú decía uno. Hagamos la propuesta de una
universidad avanzada para un modelo social progresista, decía otro. Alguien
propuso volver a lanzar una segunda versión del Grito de Córdova y así se
consideraron muchas propuestas cada vez más ambiciosas.
Para no permanecer durante
más tiempo en la utopía se nos ocurrió proponer algo tan simple y sencillo que,
por eso mismo, no fue tomado en cuenta por tan importantes personajes. Abogué entonces,
abogo todavía, por la más primaria y elemental revolución del acto educativo:
modificar de raíz la estructura de la clase diaria.
Me explico: cuando se
inició la educación formal comenzó en los conventos y cuarteles con la lectura
de la vida de los santos y de los héroes. Después, en todos los centros
educativos, evolucionó hacia el monólogo —tipo conferencia— del maestro. Desde entonces,
y han pasado más de 4 siglos, ha corrido mucha agua bajo los puentes pero el
acto educativo en sí mismo no ha cambiado sustantivamente. Las clases siguen
siendo las mismas: avalanchas de palabras más o menos coordinadas que son, de
vez en cuando, reforzadas con apuntes de la pizarra. En términos generales,
torrentes orales de mayor o menor significado pero, en el fondo, palabras, y
palabras. En realidad, huaicos interminables de oraciones y frases que forman
discursos soporíferos, interminables cansones. Después de todos estos desbordes
de oratoria los profesores terminamos con laringitis crónica de tanto ganar nuestra
vida hablando, hablando sin cesar, a un grupo de alumnos, supuestamente
ignorantes, que a veces —los muy hipócritas— hacen como si les interesara lo
que decimos y a veces hasta toman notas. Otros siguen pasivos, hieráticos, inmóviles,
casi sin pestañar. Solo ellos saben en lo que están pensando.
Nada debe perturbar la
tranquilidad de la clase. Durante horas interminables los escolares, colegiales
y universitarios deben escuchar sumisos la voz del profesor. De vez en cuando,
alguien hace una pequeña interrupción y, después, adelante. Pronto llegará la
hora de la evaluación que no es sino una forma de preguntar: ¿recuerda lo que
dije sobre tal o cual materia? Si lo repites textualmente será aprobado. De otra
manera tendrá problemas porque el saber es, principalmente, asunto de memoria.
Así es, en un 80%, el acto
educativo. Las clases son recitadas por personas que jamás aprendieron dicción,
impostación de la voz ni arte escénico. Es decir por pésimos actores. El conocimiento
transita de la voz del profesor al oído del alumno: es como un hilo invisible
aunque de muy grueso calibre porque tiene que aguantar de todo. Por él y nada
más que por él, transita el conocimiento. No hay diálogo, discusión, trabajo en
grupo ni practica social. Apenas, a veces, una pizarra o, en el mejor de los
casos, una ilustración.
Para nuestro recital cotidiano
los profesores tenemos que retener ideas, algunas propias, pero la mayoría de
ellas extraídas de textos que Mao Tse Tung llamaba “muertos”. Y por eso nuestra
educación es teórico, enciclopedista, arrancada de los libros y naturalmente
ajena a la realidad local, regional y nacional.
Proponemos, en lugar de
estos soliloquios interminables que a veces duran dos y más horas, dividir la participación
del profesor en cuatro estamentos. Un 30% de clases teóricas lo que
significaría recortar considerablemente el recital a su mínima expresión. Otro 30%
de actividades que tendrían lugar en bibliotecas, laboratorios, talleres o
simplemente campo abierto. Y un 30% de “practica social” que sería una
forma de llegar a la comunidad, mezclarse con ella, y confrontar la teoría con
la realidad. El 10% restante sería de evaluación.
El monologo del profesor,
de esta manera, quedaría totalmente reducido lo que aliviaría nuestra
laringitis crónica y la paciencia de los alumnos. Nos veríamos obligados a
promover actividades muy variadas fuera del aula y en la misma universidad. Y,
para terminar, tendríamos la oportunidad de visitar fábricas, obras públicas, entrevistar
personas y aprender de ellas en el capítulo que denominamos práctica social. Este
sistema podría ser adaptado a todas las materias. Pero, para eso,
necesariamente los profesores, en vez de preparar clases, tendríamos que
programar actividades y obligarnos a trabajar dentro de la comunidad que es la única
manera de dejar atrás la enseñanza teórica, verbal y enciclopedista y, por
consiguiente, confundirnos con la realidad para extraerle todas sus enseñanzas.
(Castillo, 1986, p. 21)
Referencias
Castillo Ríos, C. (22 de
abril de 1986). La laringitis profesoral. La
República, p. 21.