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martes, 10 de septiembre de 2024

Una educación para la comunidad

 


La laringitis profesoral

Escribe Carlos Castillo Ríos

Reeditado por Marco EspinozaS.

Hace poco un grupo de amigos quería encontrar solución al problema de la universidad peruana. Ella está, se decía, a espaldas de la realidad del país. Y, para cambiarla, esbozaron sus ideas:

Hay que adoptar un modelo de universidad adaptado al Perú decía uno. Hagamos la propuesta de una universidad avanzada para un modelo social progresista, decía otro. Alguien propuso volver a lanzar una segunda versión del Grito de Córdova y así se consideraron muchas propuestas cada vez más ambiciosas.

Para no permanecer durante más tiempo en la utopía se nos ocurrió proponer algo tan simple y sencillo que, por eso mismo, no fue tomado en cuenta por tan importantes personajes. Abogué entonces, abogo todavía, por la más primaria y elemental revolución del acto educativo: modificar de raíz la estructura de la clase diaria.

Me explico: cuando se inició la educación formal comenzó en los conventos y cuarteles con la lectura de la vida de los santos y de los héroes. Después, en todos los centros educativos, evolucionó hacia el monólogo —tipo conferencia— del maestro. Desde entonces, y han pasado más de 4 siglos, ha corrido mucha agua bajo los puentes pero el acto educativo en sí mismo no ha cambiado sustantivamente. Las clases siguen siendo las mismas: avalanchas de palabras más o menos coordinadas que son, de vez en cuando, reforzadas con apuntes de la pizarra. En términos generales, torrentes orales de mayor o menor significado pero, en el fondo, palabras, y palabras. En realidad, huaicos interminables de oraciones y frases que forman discursos soporíferos, interminables cansones. Después de todos estos desbordes de oratoria los profesores terminamos con laringitis crónica de tanto ganar nuestra vida hablando, hablando sin cesar, a un grupo de alumnos, supuestamente ignorantes, que a veces —los muy hipócritas— hacen como si les interesara lo que decimos y a veces hasta toman notas. Otros siguen pasivos, hieráticos, inmóviles, casi sin pestañar. Solo ellos saben en lo que están pensando.

Nada debe perturbar la tranquilidad de la clase. Durante horas interminables los escolares, colegiales y universitarios deben escuchar sumisos la voz del profesor. De vez en cuando, alguien hace una pequeña interrupción y, después, adelante. Pronto llegará la hora de la evaluación que no es sino una forma de preguntar: ¿recuerda lo que dije sobre tal o cual materia? Si lo repites textualmente será aprobado. De otra manera tendrá problemas porque el saber es, principalmente, asunto de memoria.

Así es, en un 80%, el acto educativo. Las clases son recitadas por personas que jamás aprendieron dicción, impostación de la voz ni arte escénico. Es decir por pésimos actores. El conocimiento transita de la voz del profesor al oído del alumno: es como un hilo invisible aunque de muy grueso calibre porque tiene que aguantar de todo. Por él y nada más que por él, transita el conocimiento. No hay diálogo, discusión, trabajo en grupo ni practica social. Apenas, a veces, una pizarra o, en el mejor de los casos, una ilustración.

Para nuestro recital cotidiano los profesores tenemos que retener ideas, algunas propias, pero la mayoría de ellas extraídas de textos que Mao Tse Tung llamaba “muertos”. Y por eso nuestra educación es teórico, enciclopedista, arrancada de los libros y naturalmente ajena a la realidad local, regional y nacional.

Proponemos, en lugar de estos soliloquios interminables que a veces duran dos y más horas, dividir la participación del profesor en cuatro estamentos. Un 30% de clases teóricas lo que significaría recortar considerablemente el recital a su mínima expresión. Otro 30% de actividades que tendrían lugar en bibliotecas, laboratorios, talleres o simplemente campo abierto. Y un 30% de “practica social” que sería una forma de llegar a la comunidad, mezclarse con ella, y confrontar la teoría con la realidad. El 10% restante sería de evaluación.

El monologo del profesor, de esta manera, quedaría totalmente reducido lo que aliviaría nuestra laringitis crónica y la paciencia de los alumnos. Nos veríamos obligados a promover actividades muy variadas fuera del aula y en la misma universidad. Y, para terminar, tendríamos la oportunidad de visitar fábricas, obras públicas, entrevistar personas y aprender de ellas en el capítulo que denominamos práctica social. Este sistema podría ser adaptado a todas las materias. Pero, para eso, necesariamente los profesores, en vez de preparar clases, tendríamos que programar actividades y obligarnos a trabajar dentro de la comunidad que es la única manera de dejar atrás la enseñanza teórica, verbal y enciclopedista y, por consiguiente, confundirnos con la realidad para extraerle todas sus enseñanzas. (Castillo, 1986, p. 21)

Referencias

Castillo Ríos, C. (22 de abril de 1986). La laringitis profesoral. La República, p. 21.