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PRIMERO
DE MAYO, 1907
Escribe: Manuel
Gonzáles Prada
Reeditado por
Marco EspinozaS.
Ignorarnos
si los trabajadores, no sólo del Perú sino del mundo entero, andan acordes en
lo que piensan y hacen hoy. Si conmemoran las rebeliones pasadas y formulan
votos por el advenimiento de una transformación radical en todas las esferas de
la vida, nada tenemos que decir; pero si únicamente se limitan a celebrar la
fiesta del trabajo, figurándose que el desiderátum de las reivindicaciones
sociales se condensa en la jornada de ocho horas o en el
descanso dominical, entonces no podemos dejar de sonreírnos ni de
compadecer la candorosidad de las huestes proletarias.
¡La
fiesta del trabajo! ¿Qué significa eso?
¿Por qué ha de regocijarse el
trabajador que brega para que otros
descansen y produce para que otros disfruten
del beneficio? A los dueños de fábricas y de haciendas, a los monopolizadores del capital y de la
tierra, a los que se llaman industriales porque ejercen el arte de enriquecerse
con el sudor y la sangre de sus prójimos, a solamente ellos les cumpliría
organizar manifestaciones callejeras, empavesar edificios, prender cohetes y
pronunciar discursos. Sin embargo el obrero es quien hoy se regocija y se
congratula, sin pensar que la irónica fiesta del trabajo se reduce a la fiesta
de la esclavitud.
En el comienzo
de las sociedades, cuando la guerra estallaba entre dos grupos, el vencedor
mataba inexorablemente al vencido; más tarde, le reducía a la esclavitud para
tener en él una máquina de trabajo; después cambió la esclavitud por la servidumbre;
últimamente, ha sustituido la servidumbre por el proletariado. Así que
esclavitud, servidumbre y proletariado son la misma cosa, modificada por la
acción del tiempo. Si en todas las naciones pudiéramos reconstituir el árbol
genealógico de los proletarios, veríamos que descienden de esclavos o de
siervos, es decir, de vencidos.
Cierto, a
la doble labor del músculo y del cerebro se debe la habitabilidad de la Tierra
y el confort de la vida: no opongamos el trabajo a las fuerzas enemigas de la
Naturaleza, y ya veremos si la Divina Providencia acude a nuestro auxilio.
Jesucristo hablaba, pues, como un insensato al decir “que no nos acongojáramos
por lo que habíamos de comer o de beber, y miráramos a las aves del cielo, las
cuales no siembran ni siegan ni allegan en graneros porque nuestro Padre
Celestial las alimenta”.
Pero al
diario y exclusivo empleo del músculo se debe también el embrutecimiento de
media Humanidad. Los que desde la mañana hasta la noche conducen una yunta o
manejan un martillo, no viven la vida intelectual del hombre, y a fuerza de
restringir las funciones cerebrales, acaban por convertir sus actos en un
simple automatismo de los centros inferiores. Merced a la constante acción
depresiva de los dominadores sobre los dominados, hay verdaderos brutos humanos
que sólo poseen inteligencia para anudar los hilos de una devanadera o
destripar los terrones de un barbecho. Vienen a ser productos de una selección
artificial, como el novillo de carnes o el potro de carreras.
Si el recio
trabajo del músculo alegra el corazón, aleja los malos pensamientos y fortifica
el organismo, si produce tantos bienes como pregonan los moralizadores de
oficio, ¿por qué los hijos de los burgueses, en vez de empuñar el libro y
dirigirse a las universidades, no uncen la yunta y salen a surcar la tierra?
Porque las sociedades tienen una moral y una higiene para los de arriba, al
mismo tiempo que otra moral y otra higiene para los de abajo. Existen dos
clases de trabajadores: los que en realidad trabajan, y los que aparentemente
lo hacen, llamando trabajo el ver sudar y derrengarse al prójimo. Así, el
hacendado que a las ocho de la mañana
monta en un hermoso caballo y, por dos o tres horas, recorre los cañaverales
donde el jornalero suda la gota gorda,
es hombre de trabajo; así también, el industrial que de vez en cuando deja, el
mullido sillón de su escritorio y entra a pegar un vistazo en los talleres
donde la mujer y el niño permanecen doce y hasta quince horas, es un hombre de
trabajo.
Lo repetimos: hoy
sólo deberían regocijarse los explotadores de la fuerza humana; podría hacerlo
con alguna razón el que labora una tierra, con la esperanza de cosechar los
frutos, o el que hila unas cuantas libras de lana, con la seguridad de
fabricarse un vestido; pero, ¿qué regocijo le cabe sentir al pobre diablo que
de enero a enero y desde el amanecer hasta el anochecer vive aserrando maderos,
aguijando bueyes o barreteando minas? El que mañana será proletario como lo es
hoy y lo ha sido ayer, el que no abriga ni siquiera la ilusión de mejorar en su
desgraciada existencia, ese tiene derecho de arrojar un grito de rebelión y ver
en la pacífica fiesta del trabajo una cruel ironía, una manifestación del esclavo
para sancionar la esclavitud (Gonzáles, 2010, pp. 66-68).
Referencias
Gonzáles, P. M.
(2010). La anarquía. Recuperado de https://cronicon.net/fica/Anarquia.pdf
Mariátegui,
L. J. (2002). 7 Ensayos de interpretación
de la realidad peruana. Ediciones Cultura Peruana: Lima, Perú.
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